En los inicios del cine, la gente era público habitual de los espectáculos teatrales. El teatro no debía compartir las tardes de ocio con nada más, así que se veía y se hablaba de teatro, de cual éxito o cual fracaso. El «¿viste ayer el capítulo del Ministerio del tiempo?», era «¿has visto ya el último Hamlet?». Al igual que estoy convencido de que incluso la gente sin estudios del XVII tenía el oído acostumbrado a los versos y eran capaces de hacer rimas con más facilidad que alguien del siglo XXI, también creo que el público de principios del XX, tenía completamente interiorizado el lenguaje teatral.
Los primeros actores y los primeros directores de películas, se habían criado con el teatro, y eso se nota claramente en sus películas. Ya no solo porque recurrieron a éxitos teatrales para adaptarlas al cine como La soga, Arsénico por compasión o Primera plana, (aunque también había casos en los que ocurría al contrario, como Doce hombres sin piedad, que primero fue un guión para TV y luego se adaptó al teatro), sino que se nota sobre todo en la forma de realización. Es muy interesante ver esos diálogos largos, con cámara fija, sin el dichoso plano y contraplano, o esos planos secuencia largos, sin cortes, donde los actores interactúan entre ellos y hablan como si fueran pequeñas escenas de teatro dentro de la película. Había cambios temporales y espaciales, claro, aprovechando la facilidad que da el cine, pero el tratamiento era teatral, manteniendo la línea temporal, incluso saltando de escena a escena con fundidos en negro (oscuro, se diría en teatro). Era normal. Los directores utilizaban el lenguaje que conocían, y aunque había experimentos, los grandes estudios norteamericanos se debían a su público, y el público también había crecido viendo teatro.
Las posibilidades que da el cine no ha parado de crecer desde entonces y también se ha aprendido a utilizar todas posibilidades narrativas que permite ese medio. Eso es bueno, porque cada uno debe buscar su lenguaje, aunque siempre hay quien nos recuerda que el cine no tiene por qué ser naturalista, como nuestro Buñuel.
El teatro, por su parte, ha perdido el trono como rey indiscutible del ocio, y su público es actualmente muy reducido. El teatro comercial lleva muchos años en crisis, aunque yo creo que el Teatro, con mayúscula, como concepto, sigue persistiendo porque va unido al propio ser humano. Que alguien nos cuente algo a nosotros, aqui, delante, ahora mismo, es casi una necesidad que entronca con el inicio de nuestra propia especie.
Cuando entramos a un espacio donde vamos a ver un espectáculo en vivo, sea un recinto teatral o no, accedemos sabiendo que, lo que sea, va a suceder ahora mismo delante de nuestras narices. Por esa misma razón, también entendemos que eso, no va a ser real. Ahora mismo, con los adelantos del cine, a veces podemos dudar si estamos viendo una película o un documental, pero si vemos teatro, salvo algunos experimentos que se han querido hacer, sabemos que es un juego en el que participamos todos; los actores simulando que hacen y sienten de verdad, y el público creyéndoselo. Precisamente esa convención, esa regla del juego entre actores y público, es lo que hace innecesario el realismo encima de un escenario. Cuando analizamos los textos del siglo de oro, vemos cómo los personajes entran en escena diciendo cosas como, » Aquí estamos en el bosque», y todo el mundo entendia lo que estaba pasando sin necesidad de recrear el bosque, algo bastante difícil en un pequeño corral del comedias.
La verdad la debe poner el actor, ayudado por un buen texto, pero esa verdad en la interpretación tampoco tiene por qué venir del naturalismo y del dichoso señor ruso de nombre impronunciable (Stanislawski, creo), la farsa con sobreactuación está en el origen mismo del teatro y funciona perfectamente si marcamos esa regla del juego al principio y el público lo entiende. Muchos problemas de algunas obras actuales es porque no se deja clara la convención desde el principio, y claro, el público se lía.
Otro problema, cada vez más habitual en el teatro de nuestro país, es que ahora se ha dado la vuelta a la situación y tanto los actores como los directores de escena quieren hacer cine, en el teatro. Su formación ahora, su visión del mundo, es cinematográfica, porque a través del cine y la televisión consumimos muchísimas más películas y series que obras de teatro podríamos ver aunque nos recorriésemos todas las salas de la ciudad en un mes.
Al igual que en el inicio del cine, eso también se nota en la forma de realización. Se pretende imitar los escenarios al pie de la letra, casi sin dejar nada a la imaginación, (he llegado a ver vigas enormes de madera encima de un escenario a 15 metros del público, con las maravillas que se pueden hacer con el porexpan) y se hacen escenas cortas con multitud de cambios de espacios, como si fuera una telenovela, con oscuros y parones que rompen continuamente el ritmo de la obra. Los famosos de la televisión inundan las carteleras para intentar atraer público y muchos directores hacen teatro porque no pueden hacer cine, mucho más caro y difícil, por lo que las producciones teatrales también se convierten en un quiero y no puedo. Recuerdo una obra, no hace mucho, en la que habían construido un enorme puente de piedra, estilo a los viejos puentes del Norte de España, completamente realista y a tamaño natural. Las piedras parecían piedras, el musgo, musgo. El problema es que en teatro no se puede hacer desaparecer una cosa así de una escena a otra, como en el cine, ni puedes elegir mediante el encuadre lo que quieres que el público vea en cada momento. El resultado era que en las escenas de interior, en el dormitorio, en la playa o en la cueva, el dichoso puente seguía allí, impertérrito, y quedaba raro, porque no se entendían las reglas del juego. No se sabía si se quería ser naturalista o no. En definitiva, por eso y por otras cosas, creo que el director no sabia si quería hacer teatro o cine.
Un puente más esquemático, que hubiese podido, incluso, transformarse en otra cosa cuando el protagonista estaba en su dormitorio, hubiese sido más comprensible. Uno de los Hamlet más maravillosos que yo he visto estaba hecho con una especie de biombos grandes de tela que movían en diferentes combinaciones para crear los diferentes espacios. Todos sabíamos que no eran paredes, pero las veíamos más nítidamente que el puente del ejemplo anterior. Eso es teatro.
Deja de parecer, pues, una contradicción hablar de obras de teatro teatrales, ya que muchas no lo son. ¿Será ésta la crisis definitiva?