Ayer, tuve la gran suerte de asistir a la lectura del Cantar del Mío Cid que José Luis Gómez realizó como parte de la presentación de la temporada de la Abadía. Inició su intervención recordándonos que era el primer texto extenso que podemos considerar escrito en lengua romance, es decir, en esas lenguas que surgieron en España separadas del latín del Imperio Romano.
La peculiaridad de esta lectura es que se realizaba con su fonética original. Lo normal en estos casos es actualizar el texto para que sea más comprensible, y porque requiere mucho menos esfuerzo por parte del lector moderno. José Luis Gómez, catedrático de la Real Academia Española de la Lengua, y como parte del programa Cómicos de la lengua, nos brindaba pues, una oportunidad única de escuchar el cantar de una forma más cercana a cómo lo hicieron los hombres de siglo XIII.
Pero no solo era importante por el mismo Cantar del Mío Cid, un texto maravilloso al que el cine español le debe una película como dios manda, sino por poder escuchar cómo sonaba el inicio de nuestro idioma; y sonaba ya a castellano, sí, pero también sonaba a catalán y a gallego. Era el origen de nuestra propia existencia como pueblo, separado y ajeno cada vez más al poder de Roma.
Por eso, tras lo que se acerca el próximo domingo 27 con las elecciones en Cataluña, me pregunto en qué momento, yo, extremeño, perdí mi derecho a aprender catalán, vasco y gallego en la escuela, ¿quién me quitó la posibilidad de emocionarme con los Bertsolari?
Cuando tanto se ha discutido sobre la inmersión lingüística en Cataluña con el ataque directo del exministro Wert, yo recojo la frase de mi compañera de Paginasenlanube: «la verdadera revolución sería enseñar las lenguas cooficiales del estado en todos los colegios del estado». Eso sería lo lógico.
Pero aunque lo sea, va a ser difícil recuperar ese tipo de acercamiento después del próximo domingo. No va a haber cabida, ya, a la revolución.