A la puerta del colegio, la madre de Nacho me pregunta si es verdad que estamos buscando otro centro para mi hijo. Son las 5 de la tarde. Me comenta que no pueden más con el niño y que ya es el segundo cole por el que pasan, y es que Nacho tiene un problema: es superdotado.

Cuando sale, hablamos. Tiene 9 años y una conversación ágil. A pesar de la edad ya sabe lo que es sufrir acoso escolar por ser diferente y que la dirección del colegio lo niegue. Al menos él pertenece al 3% de niños en edad escolar diagnosticado como de alta capacidad, aunque la dirección del actual colegio no haya puesto en marcha ninguna adaptación curricular, como marca la ley. Otro 5% de niños nunca lo sabrán y crecerán aprendiendo a ocultar sus rarezas de por vida.

Y es que en este país ser inteligente siempre ha sido una cruz, solo hay que escuchar los debates del congreso para darse cuenta de que los que triunfan no son los que más saben sino aquellos que no se mueven para salir bien en la foto. El que destaca es siempre criticado por aquellos que no han destacado nunca en nada. Nos jode que haya alguien más listo.

Por eso no solo dejamos escapar el talento por arriba, con científicos y especialistas que deben irse en busca de trabajo y reconocimiento fuera, sino que en las aulas no se sabe reconocer a los niños cuyos problemas de adaptación, bajo rendimiento escolar o incluso mala conducta se deben a que poseen altas capacidades, que si no se fomentan y se les dan las herramientas adecuadas para poder volar, se convertirán en adultos insatisfechos y mediocres.

Cuando nos separamos, a mis espaldas, oigo a su madre hacer la típica pregunta de qué tal el día. Nacho hace una pausa: «mamá, se me están muriendo las neuronas».