¡Maldita envidia española!

No dejaba de haber cierta agitación en el puerto de Cádiz y muchos curiosos se acercaban para ver qué era eso que estaban echando  al agua. El viaje era largo, así que no fueron muchas las autoridades que se habían trasladado desde Madrid, más allá de las que estaban obligadas a hacerlo por ser miembros de la comisión.

Casi todos estaban en unas tribunas, colocadas a tal efecto, salvo dos de las personalidades que se habían separado para evitar oídos malintencionados:

—Pues no sé para qué necesitamos esta ocurrencia —dijo apoyado señorialmente en su bastón con empuñadura de plata, mientras intentaba mantener la postura erguida a pesar del incómodo asiento de madera—. Es caro y las arcas están como están. Ustedes, cuando se ponen a inventar, no dan más que quebraderos de cabeza.

—Pero usted sabe que la renovación de la Armada es necesaria. Ya no somos el imperio que muchos de los periódicos nos pretenden seguir vendiendo. Periódicos que reciben muchas ayudas de esas mismas arcas —dejó caer suavemente, como si hablara del tiempo.

—Usted se refiere a esos periódicos que casualmente no hablan de sus, más que frecuentes,  muestras de ineficiencia —dijo separando sus palabras para que cayeran sobre su interlocutor como granizo.

—Si el señor ministro no utilizara el cargo y los presupuestos para sus propósitos sino para los nuestros…

—¡No sea impertinente Almirante! Usted sabe que el ministro es familiar mío; lejano, no sé realmente ni qué parentesco nos une, pero eso da igual.

—Lo siento, no pretendía…

—Usted no sabe lo que este invento nos está suponiendo. Nuestros vecinos lo miran con desconfianza, y presionan. Ayer mismo recibí una carta de un empresario ruso, una persona relacionada con un pariente del rey, interesándose por lo de hoy y preguntando si era necesario, ya me entiende.

—Desde luego. Yo tampoco estoy de acuerdo con este invento, ni con su inventor. Coincidí con él aquí, en la academia. Siempre parecía demostrarnos todo lo que sabía de matemáticas y geografía, como si los demás no fuésemos capaces de hacer lo que hacía él.

—Se dice incluso que se interpuso en un ascenso suyo o algo así, ¿verdad?

El afectado se mantuvo en silencio, esperando no tener que responder.

—¿Verdad? —repitió sin poder evitar que media sonrisa asomara por sus comisuras.

—Sí, sí, se nota que está usted bien informado —dijo colocándose la guerrera y adquiriendo un porte digno.

—Pues creo que entre usted y yo podemos evitar males mayores. Mis intereses en Inglaterra y en Francia podrían peligrar si esto llegara hasta el final, y usted sabe que el señor ministro es muy receptivo a valorar los favores a la familia.

—Desde luego. Aunque… debo reconocer que no se parece en nada a lo probado hasta ahora. Este podría funcionar y revolucionar la guerra tal y como la conocemos.

—¿Y qué más da si funciona?, ¡precisamente por eso! En esta vida, almirante, se gana más si no se es el primero ni el último. Y vámonos, que este banco inmundo me va a dejar en cama una semana.

—Guzmán — el militar se volvió de improviso hacia su ayudante— ve a mi cuarto y saca los pertrechos de escribir. Esta noche tengo que enviar algunas cartas a Madrid, Sevilla y Cartagena. 

—Ya lo hice, señor. Antes de salir hacia aquí.

—Guzmán —dijo mirándole y arrugando el ceño— A veces me asustas de lo competente que eres. ¡Vete! y prepárame un baño caliente.

Guzmán dejó que los dos se adelantaran, mientras, él bajó de la tribuna y se apoyó en la barandilla mirando al portentoso artilugio que ya estaba en el mar. Entonces, un paisano se le acercó para preguntar:

—Oiga, ¿usté sabe qué es eso?

—Eso, querido amigo, es el primer submarino de guerra de la historia. Es el submarino de Isaac Peral.

—¡Cohone!, ¡un submarino!, ¿no lo había hecho ya uno de la Rioja?

—No se parece en nada ni al de Cosme, ni al de Monturiol ni a ninguno construido hasta ahora en el mundo. Se mueve con energía eléctrica, dispara torpedos bajo el agua…

—¿Y funciona?

—Aún no lo sé, pero tiene toda la pinta. 

—¡Cohone!, ¿y lo van a fabricar aquí? Eso sería trabajo pa muchos de nosotros.

—Mucho me temo —dijo mientras miraba a las dos figuras alejarse— que mientras la envidia y la corrupción sigan gobernando este país, no habrá sitio para Peral, ni para muchos de nosotros.

Y dejando al paisano mirando el submarino con curiosidad, se despidió con una palmadita en el hombro y puso camino al hotel. Tenía un baño que preparar.

Patricio Jiménez

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